martes, 8 de junio de 2010

El dios castigado

Empecé a escribir cuentos desde muy joven. Las horas de letargo, la siesta, los momentos insufribles del estudio me incitaban a ello.

Sin embargo, la prosa no está hecha para los jóvenes. Hace falta meditar. Alejarse. Nada mejor que olvidarse del sentimiento para poder reproducirlo.

Pero yo desdeñaba la poesía, no sabía rimar, y contar versos me resultaba divertido solo como ejercicio intelectual, nada que ver con los éxtasis de furor talentoso que creía me invadían.

Pensaba que esos impulsos nada tenían que ver con estados anímicos o situaciones personales. Pero a día de hoy, a través de los recuerdos -porque me aterroriza releer mis historias- me doy cuenta que no había una sola línea que no fuera trasunto de la realidad, disfrazada torpemente a causa del maleficio hormonal propio de la edad.

Aún así soy capaz de rememorar argumentos y personajes bien perfilados: la historia de anciano que se quería suicidar, pero su familia no le dejaba, convencidos de que era feliz y solo quería llamar la atención. La chica que huía de una casa que todo teñía de color sepia, y ella misma se sentía de esa tonalidad. La mujer que había corrido kilómetros desde Zaragoza porque no se quería casar. El chico que siempre pasaba en bicicleta por los mismos lugares para ver todos los días a la joven (personaje bastante odioso, además) de la que estaba enamorado.

Me entregaba a la locura del relato, ignorando su estructura pero siguiéndola escrupulosamente, convencida de que algún día me saldrían siempre los mismos personajes en diferentes cuentos, y podría al final juntarlos, rebautizarlos como capítulos, hacer una novela, ganar un premio y ser millonario.Ese era mi plan maestro.

Nunca me imaginé lo que iba a pasar.

Como escritor arrogantemente convencido de ello, intentaba adoptar un aire pensativo que por otro lado me venía muy bien para reflexionar en historias y personajes, a veces reseleccionando y cambiando los antiguos para adaptarlos a mis nuevas creaciones, cada vez más ambiciosas.

Y un día, me crucé a un señor. Un señor de barba blanca, bien vestido y sonriente. Cuando llegó a mi altura, se giró y ejecutó algo parecido a una reverencia. Sorprendido por su gesto, sospechaba conocerle.

Días después, estudiando, me di cuenta. Era el ancianito que se quería suicidar. No. No era alguien parecido, era él. El ancianito. Mi ancianito. Mi personaje. Mi primera reacción fue de curiosidad. ¿Qué habría pasado la última vez para no estar muerto? Recordé que en mi cuento no fallecía, se resignaba estoicamente a ser amado por los suyos y añoraba una buena pulmonía que le alejara de ellos.

¿Por qué tenía esa certeza de que no era un hombre normal sino mi personaje? Y recordé una frase de Ray Loriga que nos recordaba que los escritores son tan tontos que se creen Dios. Así que, reticente, admití que solo había sido producto de mi arrogancia.

La segunda vez que creí volverme loco impliqué a una de mis amigas. Había escrito el cuento de la chica sepia basándome en su físico. Así que cuando descubrí el retrato antiguo de una chica de media melena en el taller de un fotógrafo, la obligué a desplazarse hasta allí para que me jurase que era ella. Pero no lo era. Bueno, podrían ser millones de personas, me susurró Ray Loriga al oído.

Más extraño era encontrarse a una chica en mitad de un parque, vestida de novia. A eso ni Ray ni yo podíamos encontrar explicación.

Comencé a no querer salir de casa. Pero mi gato me recordaba a todos los gatos pseudoliterarios que yo había creado. Y en un delirio intertextual comenzaba a ver a mi madre como la madrastra de Blancanieves.

La última prueba llegó el día que salí a tomar unas cañas con mis amigos. Mientras charlábamos animadamente vi a un chico en bicicleta. Pasó varias veces. Una de las últimas incluso tocó el timbre y nos saludó con la mano. Me giré y vi en la mesa de al lado a la mujer de mi cuento, de la que él estaba enamorado.

Yo no lo soportaba más. Ahora vivo en París. Me da miedo salir por si me encuentro con personajes de otros autores: una desfasada Naná de Zola, le père Goriot, alguien escapado de Rayuela o incluso a Ninette.

Y lo peor ha sido mi manera de escapar: gracias a una beca de creación literaria.