domingo, 28 de noviembre de 2010

RETORNO A LA VIDA

Con dinero y un par de libros soy capaz de obrar milagros -pensó Freire-, y mientras no falten los amigos originales, que le cuenten a una extrañas historias que poder reutilizar en relatos posteriores, podré ser más o menos feliz.

Esta chica inquieta no pudo esperar a que se curara su gripe, así que salió con ella a cuestas, como si fuese la sombra de Peter Pan. Llevaba 150 € en el bolsillo, dos libros de cabecera y miles de amigos a los que visitar.

"He ahí- se dijo un paseante- una mujer sin miedo a la vida. Una triunfadora."

jueves, 18 de noviembre de 2010

CASA

Estuve meses viviendo de acá para allá, y aunque en todos los sitios me trataban muy bien- la residencia, la casa de mis padres, la de mi abuela, una semana en los Alpes, la casa abandonada- y, sobre todo, me concedían autonomía, estaba harta de tener mi ropa en maletas. O guardada de cualquier manera. Me suponía un problema muy incómodo pedir permiso para las cosas más cotidianas, aunque la respuesta siempre fuera afirmativa.

En cada casa el baño estaba en su sitio, la cocina tenía un orden diferente, los pasillos giraban en cada sentido, la temperatura variaba. Las ventanas dan a diferentes plazas, calles, patios y muros. No se puede espiar a las mismas personas, y el voyeurismo es algo íntimo y habitual, a veces durante lustros.

Cambiar de casa es duro. Cambiar de cocina, mortal. En esa casa el té se hace en cazuela, en la otra hay un aparato eléctrico, en aquella, se le añade leche, sin preguntar. El café no existe en la mayor parte de las casas, y si existe, es liofilizado. No hay cafetera, no hay ese ruido del agua en ebullición, ascendiendo arduamente para mezclarse con los polvos mágicos, depositándose en la estancia superior, sabiéndose licor de dioses. No hay olor a café en muchas casas, como si no quisieran ser felices. A veces tenía suerte y lo había, y entonces te lo mezclan con litros de leche, o te lo sirven precipitadamente, sin opción a azúcar y leche…

Cada cocina tiene unos comensales, y cada comensal un gusto, una manía o un defecto por el que queremos matarlo. Y la gente se priva en vida de alimentos que añorarán tras la muerte. Unos no comen tomates, otros, carne, otros, zanahorias, otros, salmón, otros, alimentos tratados genéticamente o en una simple industria, olvidando así las maravillas que los conservantes y los colorantes han hecho por nosotros. Son esos mismos que se extasían ante un saquito de azafrán o una botellita de curry extrasuave traída de la India…Como si esos ingredientes, no dieran color, sino la eterna juventud. Gracias a Dios no he tenido que enfrentarme con esos pseudohippies en mi peregrinación doméstica, pero en muchas casas no he podido comer fruta, o verdura o pescado, sintiendo cómo cada gramo de grasa se posaba en su sitio preferido. Yo también soy un poco especial con la comida, saco en conclusión.

Cada casa, un horario, una mirada, una manera de comportarse. Una confianza diferente con el anfitrión. Estaba harta. No tenía amigos, y los pocos que hacía me duraban hasta la siguiente mudanza. Perdía cosas, yo, fetichista por antonomasia, y pedía perdón a la persona que me lo había regalado en un ritual de maletas, viajes y mal humor.

Y por fin llegué a mi verdadera casa, un día lluvioso que invitaba a la meditación, y que yo hube de utilizar subiendo y bajando, firmando, ultimando y maldiciendo. Pero ya estaba en casa. Me encanta decir eso, sin nada más. Casa-casita-casa. Con su calefacción, su dirección en una calle que no va a cambiar de nombre, su moqueta (odio las moquetas) calentita y sus ventanas perfectas para espiar y ser espiada, porque en esta vida hay que ser generosa. Qué maravilla Dios mío, qué maravilla.

Y entonces empecé a limpiar. Primero la cocina. Mi cocina, donde estaba mi orégano, mis recetas, mis nueces traídas del campo. Estaban mis productos de limpieza. Mi horno. Un horno, qué lujo.

El salón era más difícil de limpiar, por la moqueta, que además amortiguaba mis pasos y me hacía sentir en el limbo. Pero la mesa y la cómoda no oponían resistencia, tampoco el armario. Un armario grande y espacioso, que se dejaba limpiar pasando un paño humedecido.

El baño lo limpiaba tras acabar de pegarme una ducha, porque la ausencia de cortinas mojaba todo. Pronto descubrí lo práctico de este hábito, así que cada mañana, tras una ducha larga en la que me regodeaba de mis pertenencias, desde la ropa interior a las cañerías, llenaba todo de un producto que contenía lejía y frotaba y frotaba. Esto estropeó algunas de mis toallas, viejas ya de la humedad de las otras casas, y la falta de lavadora en la mayoría de los casos. Así que un día salí a comprar toallas nuevas, en una tienda del barrio. Ese día también me tomé un café y aproveché para hacer algunas compras, el tiempo había mejorado, pero el invierno amenazaba ya por las mañanas.

Otro día salí para encontrar la piscina a la que me apunté y descubrí también tres bibliotecas, así que me inscribí y me fui a casa llena de discos, libros y películas. Al fin tenía un lugar donde caerme muerta, y más que muerta, aletargada por la banda sonora de películas ancianas que me acariciaban y me recordaban que las cosas malas les pasan a los turistas advenedizos de Venecia, o a los viajantes incansables que huyen de la justicia. Nada podía pasarme delante de la pantalla que me proyectaba ficción.

Por lo demás no salía mucho. Era la primera vez que tenía un alquiler completamente sola y eso exigía una responsabilidad enorme. Y descubrí que el polvo era asquerosamente reincidente, así que los días en los que no iba a trabajar (Gare Montparnasse-Place d´Italie- Les Gobelins) me dedicaba a limpiar. Porque además, después de limpiar la casa, hay que limpiar los utensilios para limpiar. Miraba aquel barreñón lleno de lejía, bayetas y esponjas, con el orgullo de quien ha descubierto la existencia de los gérmenes y dedica su vida a acabar con ellos.

Cuando acababa esto, aún tenía la parte más divertida entre manos: cocinar todas esas cosas que habían estado prohibidas en las casa ajenas. Ensaladas con apio, bizcochos, crêpes, recetas con quesos variados…Aunque tampoco comía mucho.

Y cuando me he dado cuenta, es noviembre, y mi vida continúa así. Maravillosa, protegida, algodonada por la moqueta. No salgo mucho, hace frío, y una casa requiere tantas atenciones…