jueves, 4 de junio de 2009

LA CASA DE LOS SONIDOS

Encontrar la casa fue un suplicio para David. Por alguna extraña razón no era capaz de recordar dónde vivía uno de sus mejores amigos, del que estaba convencido que se llevaría muy bien conmigo.

David no paró de hablar en todo el camino. Que si Miguel esto, que si Miguel lo otro. Luego pasó a preguntarme qué había hecho todos esos días, en los que no nos habíamos visto. Yo estaba recién levantada y no era capaz de articular tantas palabras como él. Ni la mitad, ni un cuarto.

Cuando al fin llegamos, a fuerza de callejear, yo miré la casa desde lejos, con la cabeza hacia atrás, buscando la mayor perspectiva posible. Lo había visto en otros casos, pero nunca me causó tanto impacto. La casa no era un chalé, era una auténtica mole, casi victoriana, que, obligada a resistir el paso del tiempo, había sido empotrada entre dos edificios altos, lo que le daba un aire sombrío, negado su derecho a ver la luz.

Pasamos la portilla en silencio. Yo pensaba en el habitante de aquella casa, completamente inadecuado. En esos edificios uno se espera que viva una ancianita apegada a su hogar de nacimiento, con unos sobrinos ávidos, locos por heredar, soñando ya con el valor del terreno, en pleno centro de la ciudad. Pero no con un chico de 25 años, solo, que se dedica a estudiar y a pinchar en bares los fines de semana.

Durante este proceso mental, David había llamado al timbre, había aporreado la puerta y me había admitido –yo apenas le escuché- que nunca había entrado en la casa, aunque sí había ido a buscar a Miguel por allí.

Le miré. Nada me parecía extraño ya. Suspiré. “¿Quién me mandaría a mí salir hoy de casa, con lo mal que me encuentro?” David empezó a aporrear la puerta, nervioso, preocupado por Miguel, y en un acto reflejo agarró el pomo. Lo giró y, para nuestra sorpresa, la puerta se abrió. David entró, decidido, y yo no me quedé atrás.

El ambiente cambió cuando habíamos dado cuatro pasos. La puerta estaba cerrada ya, y la casa se volvió sepia, parecida a una película antigua. Incluso existían esos pequeños cortes en negro de las primeras películas, con sus rollos cinematográficos ya gastados, comidos por el tiempo, los ratones, la humedad, las excesivas proyecciones. Todo sepia... Nos paramos. No lo miré, pero David ya no expresaba preocupación por su amigo. Yo ya no tenía sueño. Sólo asombro. Parados en mitad del recibidor, miramos alrededor. No podíamos creer lo que flotaba en ese ambiente. Miramos el salón, inamovible, con esa luz sepia llenándolo todo, las sombras más negras que había visto jamás.

Recuperado del impacto y preocupado de nuevo por su amigo, David comenzó a caminar por el pasillo, rápidamente, mirando a derecha e izquierda, pero sin pronunciar ningún sonido. Yo me asomé, todas las puertas estaban cerradas. Él se fue decidido a por una puerta, pero cuando se acercó al pomo, su movimiento se ralentizó. Abrimos, uno al lado del otro, la estancia. La luz seguía allí, con cortes, con tonos amarillentos, antiguos, inodora completamente, para mayor sorpresa. Una habitación vacía, con una pequeña mancha redonda en la pared de papel pintado. Fui yo quien me acerqué convencida de que el miedo no era más grande en mí que en él. Lo que yo identifiqué como una mancha era en realidad una rosca, parecida a las que tiene algunos instrumentos eléctricos. No me extrañó en absoluto. Tras meses saliendo con un pinchadiscos empedernido, había descubierto que son capaces de crear inventos descomunales para escuchar la música tal y como ellos quieren, así que me acerqué y la giré, poco a poco. Un leve sonido comenzó a silbar por la habitación, y David y yo pusimos toda nuestra expectación en descubrir cuál era la canción. Tras varios intentos fallidos, seguí girando la rosca, y descubrimos que no era un tema musical sino un ruido. Ambos afinamos nuestros oídos, hasta que David dijo: “Son aves” “¿Aves?” “Es el revoloteo de pájaros” Me entró un escalofrío, pero el tono sepia de esa casa ya no me amilanaba, así que salí de la habitación para seguir investigando.

El pasillo me impresionó más ahora, pero David me agarró de la mano para que continuara. En la siguiente habitación el panorama era parecido. Nos acercamos a la rosca y la giramos, más violentamente que la anterior, para identificar antes el sonido, pero respiramos aliviados al oír el rasgueo de la aguja contra el vinilo. “Esto sí es una canción” pensamos sin hablar. Yo esperaba oír de un momento a otro la voz de Elvis Preysler, no sé por qué, o la de Maria Callas. Sin embargo, la canción nunca empezaba. Solo se oía ese rasgar, rasgar, rasgar, rasgar...”Eterno rasgar” poetizó David. Pero su cara reflejaba miedo.

A partir de ahí nuestra exploración se volvió una locura. Ante la desesperación de lo que no entendíamos, comenzamos a abrir puertas, cogidos de la mano, escuchando sonidos, cada uno diferente: el llanto de un bebé, el chasquido de una mecedora, millones de cristales rompiéndose, dedos golpeando una mesa, conatos de silbido...a cada paso, la casa se hacía más grande, y el tramo de escalera que subimos nos parecía larguísimo.

Al llegar arriba sudábamos, ante la negativa a llorar. Entramos en otra estancia al azar y giramos la rosca. Una voz de hombre, hipermasculina, rezaba un salmo casi satánico, que repetía los mismos sonidos, como en un trabalenguas. La voz comenzaba a aflojarse a hacerse más aguda, y terminaba llorando, como una tortura. Miré a David. Su cara miraba al infinito, en un gesto de horror esclarecedor. “Es él” Me miró. “ Es él. ¿Qué le están haciendo? Es él, es él, es él, es él, es él, es él” Y se tiró al suelo, se hizo un ovillo y comenzó también a llorar.

Eché a correr. No paré hasta la puerta, hasta la verja, hasta la puerta de mi casa. Pero el rato que me llevó cruzar la casa el ambiente sepia se apoderó de mí, incluso con los ojos llenos de lágrimas. La película de la casa se cortaba, había cortes en mi visión y las sombras se movían según avanzaba, no fui capaz de emitir ningún sonido, porque ya había escuchado bastantes, y no quería mezclar mi voz con ellos, no quería que se confundieran. Al salir la luz de la calle no me atacó, como deseaba. Algo del color sepia seguía en mí, me sacudía por mitad de la calzada, observada por todos. “Da igual, da igual” pensaba ”quiero quitarme el sepia”. Mientras corría jadeaba y gemía, ya podía gritar.

No he vuelto a quedar con David. Sé que él también salió con vida porque a veces me lo cruzo por la calle, pero no le quiero mirar a la cara por si le queda algo de sepia. Sé que él tb baja los ojos.

1 comentario:

  1. No se porque pero me imagine esa casa en pleno Luis Treillard!Cosas de la imaginación supongo.O puede que sólo me guste ver casitas en Salinas, no lo se.
    Realmente fantástico y aterrador!sobre todo el ruido del vinilo!brrrrrr
    Genial, as always!

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