lunes, 17 de enero de 2011

LA JARANERA

De joven era conocida como la jaranera. Le encantaba salir de fiesta, y aunque hubiera trabajado todo el día, aprovechaba cualquier reunión, cualquier romería, para ponerse el vestido negro a topillos blancos, o amarillos, dependiendo de la luz de la verbena. Nunca hizo nada raro, simplemente le gustaba que la sacaran a bailar, que la invitaran a un mosto, que la llevaran de vuelta a casa. Pero cada domingo iba a misa, y entre semana a la escuela y a la huerta, a ayudar como el resto de las muchachas. Hablo con esta convicción porque yo era su hermana gemela, y me tocó, por generación, y por esa crueldad que va pareja a la percepción popular de los gemelos, a acompañarla siempre que saliera. Posiblemente, entonces, seríamos las jaraneras, cuando yo en realidad prefería estar en mi casa, pasando tiempo con padre y madre.

Pero ella, como las demás,acabó sentando la cabeza, o tranquilizándose más bien. Y se casó,como yo, y tuvo niños, como yo. Y vivíamos tan cerca, que por las mañanas la veía salir con el caldero directa hacia sus queridas vacas, a las que hablaba y mimaba, y no las dejaba entrar en casa porque no entraban y lo hubieran dejado todo perdido; pero yo la amaba y amaba su manera de ser, tan parecida al del resto de las mujeres y a la vez un poco rara.

Una mañana no se despertó, o al menos, no a la hora de siempre, y yo preparaba café con leche en la cocina y estiraba el cuello, como si así fuera a aparecer antes. Y tan nerviosa me puse, no sé por qué, que cogí el abrigo, lo puse encima de la bata, me puse las katiuskas y salí a buscarla a su casa.

Su marido me dijo que se había levantado un poco enferma, y sin ganas de hablar a las vacas, y aunque no era tan extraño, quise verla. No estaba enferma, me dijo, estaba cansada, como si no hubiera dormido. Y tan poco me gustó eso que me fui yo misma a catar sus vacas, esperando a que al día siguiente se encontrara mejor.

Pero al día siguiente no estaba mejor, sin llegar a estar enferma, las ojeras le habían crecido y estaba pálida. Así pasó una semana, en la que, al menos, no perdió el apetito. Una semana en cama para alguien que dice sólo estar cansado. En el pueblo ya todos sabían que no estaba enferma, sólo cansada, y empezaron a decir otra vez que la jaranera volvía a las andadas, que había gente que la había visto salir de su casa para ir de verbena, aun cuando no había romerías.

Llegué a casa de mi cuñado cuando acababa de enterarse de esos rumores y estaba furioso. Yo había llevado a mi nena para que alegrase a su tía, pero no pudo verla, porque al contarme mi cuñado las habladurías -que me dolían tanto como a él- mi hija replicó: "Es verdad mamá, la tía sale de noche." Me giré hacia la niña y le di un bofetón. Pero mi hija me miró fijamente, sin llorar, sin llevarse la mano a la cara, segura de lo que había dicho. Yo le respondí: "La tía no sale porque la tía está enferma". Y ella me respondió: "Sí, sale, y no va sola, va con señores".

Dejé de dar importancia a lo que decía la niña porque mi hermana estaba peor. Ya no comía, y le salía llagas en los pies, arañazos y se le rompían las uñas. También tenía quemaduras en las manos, y callos. Le preguntábamos cómo podía ser y no se lo explicaba, no se acordaba de nada, y los últimos días ya casi no podía abrir los ojos y solo repetía que estaba harta, que no podía más, que quería acabar ya.

Yo me iba a mi casa llorando, pensando cómo sobreviviría yo sin la mitad de mí misma, sin saber qué le dolía a mi otra yo para querer acabar con su vida. Y me encontraba con la mirada de mi hija, repitiendo con los ojos lo que ya me había dicho: "La tía sale de noche."

Pero, ¿podíamos ser tan diferentes? ¿Cómo podía salir mi hermana con lo mal que se encontraba?

Dejé de dormir, creía oír voces, y pasos, pero creía que venían de mis ideas, de mis dudas sobre mi hermana. Me prohibía levantarme a mirar por la ventana o a beber agua porque no quería creer que mi hermana estuviera en la calle.

Una tarde, mi cuñado me llamó a gritos para que fuera a su casa, corrí por la huerta y él me dijo que se estaba muriendo: "No sé de qué, pero se está muriendo, ven, ven conmigo." Cuando llegué mi hermana ya no estaba pálida, sino amarillenta, tenía la nariz afilada y sus ojeras eran ya verdosas. Le costaba respirar y sus labios temblaban en una letanía sin voz ni sentido. Tanto me impactó que no noté siquiera la mano de mi hija, que a pesar de la noche había cruzado la huerta tras de mí.

La noche levantó un viento molesto, el que se venía repitiendo desde que mi hermana enfermó, pero que esta vez se hacía cada vez más fuerte. Las ventanas se abrieron, y mi hermana, en vez de expirar, abrió los ojos y se incorporó. Miraba a la pared y gritaba: "!NO!!Esta noche no!, !No puedo más, por favor, no puedo más!"Se empezó a tirar de los pelos y la tuvimos que agarrar, hasta que se relajó y dijo:"Esta noche no, esta noche no camino, esta noche muero" Y, en verdad, dejó de respirar. Mi hija dijo: "¿Ves mamá? Salía."

A la mañana siguiente, tras velarla toda la noche, senté a mi hija en la cocina y la hice hablar. Me contó que cada noche, la tía salía, con unos señores encapuchados que llevaban a alguien tumbado, a veces en un ataúd, pero que ella era obligada a ir la primera, en camisón, con un caldero lleno de agua y una vela, y que desaparecían campo a través. A veces tardaban horas en volver, hasta el alba, hasta la hora de hablar a sus vacas.

Así pues, la jaranera no había vuelto a las andadas, sino que mi hermana, durante meses, sufrió el macabro suplicio de ser la encargada, quisiera o no quisiera, de portar el estandarte de la santa compaña, buscando a los muertos de pueblo en pueblo, de aldea en aldea, de vida en vida.

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