lunes, 4 de mayo de 2009

LAURA O LA PERCEPCIÓN DE LAS COSAS

Mientras todas hablaban con la exaltación propia que dan los cotilleos, Laura comenzó a abstraerse. Sentada en aquel enorme macetero que hacía las veces de banco en la puerta de la vinoteca, empezó a doblar las piernas en posición fetal e imposible, mientras se llevaba la copa de vino a los labios. Ya era la segunda, con lo cual la felicidad y la melancolía se mezclaban.

Sin embrago, no era eso lo que sacó a Laura de su actitud amigable y social. Al fondo de su mirada, vio entrar en un portal al chico del que todos hablaban. Sus amigas le miraron, saludaron, y se dirigieron entre ellas una significativa mirada, pero Laura asistió a todo el proceso: sacó la llave nervioso, abrió la puerta con fingida naturalidad y no se molestó en cerrarla tras él, la dejó caer.

El sonido de la puerta al cerrarse activó en el cerebro de Laura movimientos rápidamente lentos. ¿Y si en realidad ese chico no estuviera medio loco? ¿Y si su problema no era una familia desestructurada, un padre irresponsable, un abuso compulsivo de las drogas? Creyó por un momento que su problema era la hipersensibilidad, la percepción excesiva de las cosas, los acontecimientos, la vida en su transcurso natural, con sus cosas buenas y malas, pero que, en su mente, resultaban difíciles de digerir y le llevaban a tener comportamientos violentos, iracundos, irracionales. Sintió pena por él, pero no la pena rodeada de asco que sentían los demás, sino una infinita, myultiplicada por el vino, y casi agradecida. Si el problema de ese chico era su hipersensibilidad, el mundo era un lugar mejor. Sonrió. Gracias a ese razonamiento, los pecados de Laura también quedaban disculpados, también eran causa de la hipersensibilidad. Sus lágrimas de los jueves eran en realidad su desahogo ante el dolor de vivir.

Intentó volver a la realidad de sus amigas, pero no pudo. El vino le daba dolor de cabeza.

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